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Aunque el Estado puede hacer obligatoria la vacuna frente al COVID-19, no estoy seguro de que sea una buena política pues, paradójicamente, podría hacer las cosas más difíciles al incrementar el rechazo de quienes hoy no quieren vacunarse. Por ahora, tal vez sea mejor explicar, explicar y explicar, a fin de intentar convencer a quienes no quieren vacunarse. Esta columna es un esfuerzo en esa dirección.
Fuera de la minoría de quienes defienden teorías conspirativas, el rechazo a vacunarse en Colombia tiene esencialmente cuatro causas: i) escepticismo frente a la efectividad de las vacunas pues saben de vacunados que han muerto, ii) temor por posibles efectos negativos de la vacuna, iii) un individualismo radical y iv) desconfianza frente al Gobierno y las farmacéuticas. Intento dialogar con esos argumentos.
Las vacunas no son perfectas. Ninguna protege totalmente contra la enfermedad grave o la muerte. Pero reducen drásticamente esa posibilidad. Aunque las cifras son cambiantes, pues hay un monitoreo permanente de lo que pasa, la efectividad de todas las vacunas frente a muerte es en general superior al 90 %. Pero supongamos que sea “sólo” del 90 %. Eso no significa que 10 % de quienes se infecten estando vacunados mueren, sino que su posibilidad de morir se reduce en 90 % frente a los no vacunados.
Un ejemplo aclara: la letalidad del COVID-19 entre mayores de 70 años es muy alta, digamos del 20 %, esto es, 20 de cada 100 infectados sin estar vacunados mueren. La efectividad del 90 % significa que en los vacunados la letalidad baja al 2 %. Sólo dos, en vez de 20, de cada 100 infectados mayores de 70 años morirían. Una reducción dramática, lo cual explica que hoy las UCI estén esencialmente ocupadas por personas no vacunadas.
Las vacunas, como todo producto farmacéutico, tienen riesgos. Y efectivamente en algunos casos han provocado eventos graves, incluso muertes. Pero ese riesgo es bajísimo pues los casos son pocos frente a cientos de millones de vacunados. Por ejemplo, el riesgo de trombos graves por AstraZeneca es de aproximadamente cinco casos por millón.
Algunos objetarán que no tenemos certeza de los efectos negativos a largo plazo. Eso es cierto y por ello debe existir un monitoreo de esos riesgos. Pero la experiencia del pasado indica que casi todos los efectos adversos de una vacuna se expresan a los pocos días o semanas, por lo cual el riesgo de efectos adversos a largo plazo es también bajo.
En síntesis, las vacunas son altamente efectivas para evitar la enfermedad grave y la muerte y sus riesgos son muy bajos, por lo cual, por interés propio, uno debería vacunarse, con la misma lógica que uno se pone el cinturón de seguridad en un carro. No evita siempre la muerte en un accidente, pero reduce drásticamente esa posibilidad. Y los casos en que el uso del cinturón de seguridad resulta contraproducente son mínimos.
Frente a quienes no se vacunan arguyendo que ellos tienen derecho a asumir sus riesgos, mi respuesta es que ese argumento sería válido si el rechazo de la vacuna sólo me afectara a mí. Pero no es así: la vacuna, aunque no elimina, reduce significativamente mi riesgo de contagiarme y de contagiar a otros, y de que el virus circule y mute, por lo cual no vacunarse afecta derechos de terceros y la salud pública. Vacunarse no es entonces sólo un acto egoísta de autoprotección, es además un acto solidario con los demás pues disminuye el riesgo de contagiarlos y de que surjan nuevas variantes.
Finalmente, frente a quienes desconfían del Gobierno y las farmacéuticas, mi respuesta es esta: no debemos vacunarnos porque Duque o Pfizer nos lo pidan pues yo también desconfío de ambos. Es porque la evidencia científica es abrumadora sobre la efectividad y seguridad de las vacunas.
* Investigador de Dejusticia y profesor de la Universidad Nacional.